De divas y divulgadores: la ciencia y su torre de marfil


18_n18Desde mis tiempos como estudiante he pensado que es importante construir un puente entre los que hacemos la ciencia y el resto de la población (entre los que también me incluyo) que la disfrutamos. Un puente que nos permita no sólo seguir haciendo uso de los beneficios que nos ha dado (y sin duda seguirán dando), sino que además nos facilite la comprensión de que la investigación científica y tecnológica es una actividad humana común y corriente, tan importante como lo es cultivar legumbres, hacer un libro, componer una sinfonía o disfrutar un atardecer poblano, con don Goyo en el fondo echando fumarolas. En los últimos 18 años no he cambiado de parecer, aun cuando he recibido comentarios diversos de colegas en distintas partes del país que afirman que la divulgación de la ciencia es una actividad irrelevante para un científico que se respete. Que lo que realmente importa es el artículo científico en la revista zutana o mengana, la que tiene no sé cuántos puntos de impacto internacional; que lo que hay que buscar incansablemente es que te inviten a quién sabe cuántos congresos internacionales para que reconozcan tu sapiencia infinita y que transmitas hereditariamente tus genes —y estilo de investigación— entre decenas o cientos de estudiantes y tesistas, que multiplicarán tu gloria por los siglos y los siglos (amén). En otras palabras, me han dicho que los científicos debemos conquistar un lugar privilegiado en una torre de marfil y desde ahí, observar a la sociedad (soslayadamente), pensando para nuestros adentros algo así como “Pobrecitos. Jamás entenderían lo que estoy pensando”. Vaya diva, pensarán muchos. Y sí, lamentablemente muchos científicos se han instalado en una pose divina que es reprobable. Finalmente, en la mayoría de los casos, la fuente de financiamiento de sus investigaciones (y hasta su salario) se debe a los impuestos de los ciudadanos, y lo que menos deberíamos hacer por retribuirles es explicarles claramente en qué se está invirtiendo su dinero.

Por supuesto, no todos tienen las habilidades de comunicación (oral, escrita o incluso teatral) para expresar en un lenguaje llano y sencillo lo que por lo regular está cifrado en un lenguaje técnico y elaborado. Pero no es imposible la traducción. El divulgador científico (y más aún cuando es también un actor de la ciencia misma) es una rara avis que desengrana el lenguaje de la ciencia y lo transforma en metáforas sencillas, ayudando —en el mejor de los casos— a que cada miembro de la sociedad pueda disfrutar también de esta actividad humana y, más importante, a entender su importancia. Definitivamente no es un educador, pues su propósito no es enseñar a la gente cómo funciona el mundo que lo rodea, sino más bien un facilitador del asombro. Buscará que el público se apropie de la emoción que significa descubrir algo por vez primera, se apasione de los pequeños detalles que explican los instantes más sencillos del mundo cotidiano, que camine los pasos y discuta las ideas que antes a otros se les ocurrieron y les permitieron interpretar de una manera distinta el mundo a su alrededor. ¿Qué sería de este mundo si sólo hubiésemos tenido enormes científicos como Albert Einstein, Isaac Newton, Charles Darwin, Luis Miramontes, Mario Molina o Marie Curie y no hubieran existido divulgadores de la talla de Carl Sagan, Roald Hoffman, Richard Dawkins, Stephen Jay Gould o Peter Atkins? Peor aún, ¿qué clase de mundo tendríamos si no hubiésemos leído las maravillosas e inspiradoras ideas —joyas de la divulgación científica— plasmadas en las obras de Isaac Asimov, Julio Verne, Michael Crichton, Aldous Huxley, Arthur C. Clarke o William Gibson? La influencia de estos escritores y divulgadores en términos del número de vocaciones científicas que generaron es enorme. Sin ellos, muchas generaciones simplemente habrían soñado con ser futbolistas, artistas de cine o televisión o, en el peor de los casos, candidatos a un puesto político.

Mientras algunos se encierran en sus torres de marfil para “pensar en el mañana”, otros nos ocupamos muy seriamente en compartir y discutir con la sociedad la responsabilidad de imaginarlo, diseñarlo y hacerlo realidad. Más que irrelevante, les respondería a quienes me lo dijeron hace algunos años: la divulgación científica es una actividad necesaria, urgente y que, definitivamente, nos humaniza más.

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