De qué hablo cuando hablo de correr

El sufrimiento como opción

 

La existencia de una máxima que dice que un auténtico caballero nunca habla de las damas con las que ha roto. Si de veras existiera una máxima como ésta, tal vez otra de la condiciones para ser una auténtico caballero sería la de no hablar nunca de los métodos que utiliza para conservar su salud. En efecto los caballeros de verdad no suelen prodigar charlas en público sobre este tema.

Haruki Murakami, De qué hablo cuando hablo de correr, traducción del japonés de Francisco Barberán. Tusquets Editores. 8a reimpresión (2015).

Haruki Murakami,
De qué hablo cuando hablo
de correr, traducción del
japonés de Francisco
Barberán. Tusquets Editores.
8a reimpresión (2015).

Puesto que yo no soy un auténtico caballero estas cosas tampoco me preocupan en exceso. Por eso, escribir un libro como éste me causa cierto apuro. Porque, aunque este libro trate sobre el hecho de correr, no trata sobre métodos parta la conservación de la salud.

Poco después de terminar La caza del carnero salvaje empecé a correr en serio todos los días. Puede que fuera más o menos la época en la que decidí seguir como escritor profesional.

Al poco dejé el tabaco. Si te pones a correr a diario, dejar el tabaco es una consecuencia natural. Me costó mucho abandonar ese hábito, pero correr a diario y fumar eran incompatibles. Creo que el deseo, tan natural, de querer correr cada vez más me motivó a la hora de aguantar sin fumar y me fue de gran ayuda a la hora de superar el síndrome de abstinencia.

Al comenzar el año de 1983 participé por primera vez en una carrera en carretera. Eran sólo cinco kilómetros, pero cuando, en mi dorsal puesto y mezclado entre los corredores escuché el “¿Listos? ¡Ya!” y arranqué a correr. En mayo participé en una carrera de 15 kilómetros en el algo Yamanaka y, en junio, para comprobar hasta dónde era capaz de llegar me lancé a correr solo alrededor del Palacio Imperial de Tokio. Di siete vueltas, o sea, 35 kilómetros. Entonces pensé que tal vez podía correr un maratón. Más tarde descubrí que la parte más dura del maratón llega una vez superados los 35 kilómetros.

Pero hablemos sobre escribir novelas.

Cuando me entrevistan como novelista, me preguntan cuál es la cualidad más importante para serlo. Ni que decir tiene que la cualidad indispensable para un novelista es, sin duda, el talento. Si no se tiene absolutamente nada de talento literario, por más que uno se esfuerce, nunca llegará a ser novelista. Más que de una cualidad necesaria, se trata de una premisa.

Pero el principal problema del talento radica en que, en la mayoría de los casos, quienes lo poseen no son capaces de controlar bien ni su cantidad ni su calidad. Si consideran que no tienen demasiado talento, aunque pretendan aumentarlo o intenten estirarlo a base de ir racionándolo, no lo conseguirán fácilmente. El talento no tiene que ver con la voluntad. Brota libremente, cuando quiere y en la cantidad que quiere, y cuando se seca, no hay nada que hacer. Las vidas de músicos como Schubert o Mozart, o de ciertos poetas o cantantes de rock, que derrocharon talento en poco tiempo para morir luego de forma dramática a muy temprana edad, convirtiéndose en hermosas leyendas, son fascinantes, pero a la mayoría de nosotros no nos sirven de referencia.

Si me preguntaran cuál es, después del talento, la siguiente cualidad que necesita un novelista, contestaría sin dudarlo que la capacidad de concentración. La capacidad para concentrar esa cantidad limitada de talento que uno posee en el punto preciso y verterla en él. Sin esa concentración, no se alcanzan grandes logros. Además, si se usa con eficacia, con esta habilidad se pueden suplir en cierta medida las carencias y desequilibrios del talento. Yo, por lo general, trabajo tres o cuatro horas al día, por la mañana. Me siento frente al escritorio, dirijo mi atención únicamente a lo que escribo. No pienso en nada más. No miro nada más. Es sólo mi opinión, pero, sin ella, no se puede lograr nada.

Después de la concentración, es imprescindible la constancia. Aunque uno pueda escribir con concentración durante tres o cuatro horas al día, si no es capaz de mantener ese ritmo durante una semana porque acaba extenuado, nunca podrá escribir una obra larga.

Por fortuna, la concentración y la constancia, a diferencia del talento, se pueden adquirir a posteriori mediante entrenamiento, y pueden ir mejorándose cualitativamente. Si todos los días te sientas ante tu escritorio y practicas para concentrar toda tu atención en un punto, vas adquiriendo esa capacidad de concentración y esa continuidad de manera natural. Es algo parecido al adiestramiento muscular. Se trata de transmitirle constantemente a nuestro cuerpo el mensaje de que trabajar escribiendo concentrado día a día, sin descanso, es necesario para ese ser humano que es uno mismo, y lograr que memorice bien ese mensaje. Después, poco a poco, hay que ir subiendo el indicador a hurtadillas, tan progresiva y levemente que ni se dé cuenta. Es una labor similar a la de ir ganando fuerza muscular y forjándose una constitución física de corredor a fuerza de hacer footing todos los días. Estimularse y continuar, estimularse y continuar…

En mi caso, la mayoría de lo que sé sobre la escritura lo he ido aprendiendo corriendo por la calle cada mañana. De un modo natural, físico y práctico. ¿En qué medida y hasta dónde debo forzarme? ¿Cuánto descanso está justificado y cuánto es excesivo? ¿Hasta dónde llega la adecuada coherencia y a partir de dónde empieza la mezquindad? ¿Cuánto debo fijarme en el paisaje exterior y cuánto concentrarme profundamente en mi interior? Tengo la impresión de que si, cuando decidí hacerme escritor, no se me hubiera ocurrido empezar a correr largas distancias, las obras que he escrito serían bastante diferentes.

En cualquier caso, me alegro de haber seguido corriendo sin descanso hasta hoy. Porque las novelas que escribo ahora también me gustan a mí.

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