La caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, puso de manifiesto al mundo que se acercaba el fin de un gran periodo de la historia contemporánea, el caracterizado por la ascensión, la hegemonía y por último la progresiva erosión de las ideas comunistas. Por esta razón, el alcance del acontecimiento que tuvo lugar aquel día es mucho mayor que su efecto inmediato, es decir, la libre circulación entre las dos partes de la ciudad, seguida unos meses después por la reunificación de Alemania. En estos momentos la caída del muro se ha convertido en el símbolo de hundimiento del comunismo. El desmembramiento de la URSS, que sobrevino dos años después, se limitó a trasladar el acontecimiento a escala mundial. Ahora bien, el comunismo no es un fenómeno marginal, sino la gran religión secular de los tiempos modernos, que ha orientado el curso de la historia mundial durante unos cincuenta años. Ninguna otra doctrina contemporánea puede compararse en importancia con las antiguas religiones, como el budismo, el cristianismo y el islam, y por su expansión y la multiplicidad de consecuencias que ha tenido supera también a las demás ideologías del pasado. Así, su hundimiento tiene un significado de gran importancia.
Se podría objetar que el comunismo no murió ese día, ya que se mantienen todavía en el poder varios gobiernos que reivindican esta doctrina, como los de China, Corea del Norte, Vietnam y Cuba, y en muchos otros países sigue habiendo partidos comunistas de tendencias diversas (maoístas, trotskistas, castristas, etcétera), pero estaremos todos de acuerdo en que las ideas comunistas ya no ejercen la misma fascinación que antes y no se extienden como si de una religión se tratara, aunque sea secular. Por lo demás, también en China el año 1989 es decisivo. Es cierto que las manifestaciones en la plaza de Tiananmen fueron brutalmente reprimidas, pero lograron que los dirigentes más lúcidos del país se plantearan la necesidad de abrir una brecha en el sistema totalitario que diera cabida a los descontentos. La liberalización económica, que llegó unos años después, es una consecuencia indirecta de lo acontecido en 1989, pero merma profundamente el dominio exclusivo de la religión comunista, porque el nuevo eslogan pasará a ser: “Poco importa el color del gato siempre y cuando cace ratones”.
Como las religiones tradicionales, el comunismo promete a sus fieles la salvación pero, al tratarse de una religión secular, anuncia el advenimiento de la misma en la tierra, no en el cielo, y en esta vida, no después de la muerte. Responde así a las esperanzas de millones de personas desamparadas debido a la pobreza y a la injusticia, y que ya no encuentran consuelo en las promesas de las antiguas religiones. De entrada se presenta también como proselitismo ideológico dispuesto a recurrir a la violencia. En el seno de cada país es preciso ganar la lucha de clases, y entre países hay que extender el mensaje y actuar para que se imponga el régimen comunista. Poco a poco la humanidad entera debe beneficiarse de los frutos de este mesianismo rojo.
Un vistazo a la historia del comunismo
Podemos elegir el año 1848 como fecha en que surge esta religión secular, dado que es la fecha en que aparece el Manifiesto del partido comunista, aunque es evidente que las ideas que encontramos en este texto tienen antecedentes. Este breve libro describe en términos elocuentes las condiciones de vida de las clases explotadas, que se han convertido en el equivalente de una pura mercancía, y formula el sueño de una sociedad perfecta, común a todos los hombres. Su análisis de las sociedades del pasado se apoya en dos hipótesis. Por una parte, la historia de la humanidad se caracteriza por una sola forma de interacción social: la lucha por adueñarse del poder y explotar a los demás. Así, nada es común a todos los miembros de una sociedad, sino que todo pertenece a uno u otro campo de batalla. No hay categorías universales: ni la moral, ni la justicia, ni las ideas, ni la civilización. Ninguna religión y ninguna tradición (como la familia e incluso la propiedad privada) escapa al hecho de pertenecer a una clase.
Por otra parte, la historia de la humanidad sigue un curso inmutable. El comunismo comparte esta creencia con algunas religiones tradicionales, que postulan así el papel de la providencia, con la diferencia de que para conocer en qué dirección se avanza ya no basta con leer los textos sagrados, sino que es preciso establecer las leyes de la historia apoyándose en la ciencia. Por esta razón los comunistas niegan que su análisis y su proyecto se fundamenten en hipótesis que podamos someter a revisión. En el Manifiesto leemos: “Las propuestas teóricas de los comunistas son sólo la expresión general de las relaciones efectivas de una lucha de clases que existe”. Es evidente que este postulado cientificista nada tiene de científico, que es incluso contrario al espíritu de la ciencia y tiene más que ver con el de las profecías, pero es el que explica la intolerancia de Marx y Engels respecto de toda opinión divergente, que será considerada no sólo mala desde el punto de vista político, sino además falsa, por lo que no merece el menor respeto.
El fin que prevé la “ciencia” marxista es la desaparición de las diferencias entre grupos humanos (porque toda diferencia engendra un conflicto y en último término una lucha a muerte), y por eso es preciso abolir la propiedad privada y concentrar todos los instrumentos de producción en manos del Estado. Y aunque la historia se dirige inevitablemente en esta dirección, lo idóneo es ayudarla. Este es precisamente el papel de los partidos comunistas, que deben situarse en cabeza de las masas explotadas. Los que se resistan serán eliminados, como la burguesía, cuyos intereses van en sentido contrario. “La existencia de la burguesía ya no es compatible con la sociedad”. “Hay pues que “abolir” al propietario burgués: “Sin la menor duda hay que suprimir a esta persona”. No se enumeran los medios concretos para suprimirla, pero el Manifiesto admite que serán precisas “intervenciones despóticas”, ya que los objetivos deseados sólo pueden ”alcanzarse mediante el derrocamiento violento de todo orden social del pasado”. Así pues, en el programa queda ya reflejado que hay que eliminar físicamente a la burguesía como clase.
Durante varias décadas los seguidores de esta doctrina llevan una existencia marginal, incluso clandestinas, o dirigen grupos y partidos socialistas relegados a la oposición. No obstante, en este periodo, Lenin hace su significativa aportación en Rusia: ya no son los proletarios, sino el Partido, formado por revolucionarios profesionales que se dedican a la causa en cuerpo y alma, el que debe dirigir la lucha. En 1917 empieza una nueva etapa. Por primera vez, gracias al golpe de Estado bolchevique, el poder espiritual que reivindicaban los primeros fieles recae en el poder temporal de un gran Estado, Rusia. En cuanto ganan la sangrienta guerra civil, aparecen dos organismos: la Checa, que se encarga de sembrar el terror y ejercer represión, lo que da sentido literal al proyecto de eliminar las clases enemigas, y el Komintern, cuya labor consiste en exportar la revolución al resto del mundo recurriendo tanto a la propaganda como a la lucha armada. Sabemos ya lo que sucede a continuación: el ascenso en Europa de otro tipo de régimen totalitario, el fascismo, en parte engendrado por las mismas causas estructurales que el comunismo, pero que también en parte se presenta como un escudo con el que proteger del comunismo a la población de los países en los que se instala, incluso como un arma para acabar con esta amenaza. En un primer momento ambos regímenes dan muestra de complicidad, pero más adelante, a consecuencia de la alianza de la Unión Soviética con las democracias occidentales, se declaran una guerra sin cuartel.
Tras la Segunda Guerra Mundial el movimiento comunista entra en una tercera fase y alcanza su apogeo, dado que se convierte en ideología oficial de una tercera parte de la humanidad, desde Corea del Norte hasta Alemania del Este y Cuba, pasando por varios países africanos, mientras que en los demás países sus seguidores se cuentan por ciento de millones. Este poder provoca reacciones hostiles muy diversas —la guerra fría, la política de bloqueo que lleva a cabo Estados Unidos y la formación de una comunidad transnacional en Europa occidental protegida por una organización militar común a Occidente, la OTAN—, pero también violencias “cálidas”, como la sangrienta dictadura de Suharto en Indonesia (que no se abolirá hasta 1998), las dictaduras militares en Sudamérica, con cientos de miles de víctimas, la defensa del régimen de apartheid en Sudáfrica, como “muralla contra el comunismo”, y los regímenes policiales en otros lugares, a lo que cabe añadir otras formas más modernas de oposición al comunismo, como la “caza de brujas” de la época de McCarthy.
Las ideologías comunistas y anticomunistas no son la única causa de estos acontecimientos, ya que muchos otros factores políticos, sociales y económicos desempeñan un papel fundamental, pero estas ideologías orientan las pasiones populares y proporcionan los argumentos de legitimación política, sin los cuales los acontecimientos no habrían tenido lugar. Así pues, el comunismo fue un movimiento de largo alcance y de extensión mundial, la gran fuerza estructuradora de la historia desde 1848, en un principio en Europa y después en el resto del mundo. Los signos precursores de su fin fueron las protestas de Berlín en 1953, de Budapest en 1956, de Praga en 1968 y de Varsovia en 1980. La caída del muro de Berlín, en 1989, fue para todo el mundo el símbolo de ese fin.
1 Tomado del libro: Todorov, Tzvetan. (2010). La experiencia totalitaria, Barcelona: Galaxia Gutenberg, Círculo de Lectores.