A mitad del sexenio de Enrique Peña Nieto los planes y programas institucionales destinados al sector agropecuario profundizan las reformas que se tejieron tiempo atrás como parte de las acciones para la modernización del campo, buscando ahondar las relaciones capitalistas de producción frente a una economía campesina que se resiste a desaparecer y que sigue aportando una parte significativa de la producción nacional.
Una forma de producción que el proyecto de modernización del campo excluyó al catalogarlas mayoritariamente como unidades de producción sin potencial productivo y transformarlas en objeto de las políticas de asistencia social. En la actualidad, y a partir de la llamada crisis alimentaria de 2007, hay un reconocimiento de su aportación a la producción de alimentos, mediante el discurso de agricultura familiar, que si bien busca desligar a la agricultura campesina como forma productiva indisolublemente ligado a la lucha por la tierra y el agua, la identifica como fundamental para afrontar los retos en materia de alimentación que la población requiere.
Desde los diagnósticos oficiales, en la actualidad “la agricultura familiar se sitúa en una posición estratégica para hacer frente a los problemas de oferta de alimentos a precios accesibles para la población. Su desarrollo competitivo y sustentable representa una oportunidad para transformar lo que se ha considerado como un problema en el campo mexicano (pobreza, vulnerabilidad, inseguridad alimentaria, etcétera) en una solución del mismo (aprovisionamiento local de alimentos básicos). Es decir, transformar uno de los grandes problemas sociales (los pequeños productores agrícolas en condiciones de pobreza, vistos en general como sujetos sólo de políticas sociales) en parte de la solución: un sector que hace una contribución fundamental a la oferta de alimentos de consumo local a la vez que se mejora el ingreso y se reduce la vulnerabilidad a la inseguridad alimentaria”. (Sagarpa, 2012)
La agricultura familiar está compuesta por “los productores agrícolas, pecuarios, silvicultores, pescadores artesanales y acuicultores de recursos limitados que, pese a su gran heterogeneidad, poseen las siguientes características principales1. Tiene acceso limitado a recursos de tierra y capital y uso preponderante de fuerza de trabajo familiar, siendo el(la) jefe(a) de familia quien participa de manera directa del proceso productivo; es decir, aún cuando pueda existir cierta división del trabajo, el(la) jefe(a) de familia no asume funciones exclusivas de gerente, sino que es un trabajador más del núcleo familiar.
Lo anterior, si bien implica un reconocimiento de las potencialidades de la agricultura familiar campesina desde lo productivo, no resuelve el problema ni los embates a los cuales se enfrentan los productores campesinos, en un entorno neoliberal que tiende a excluirlos de la producción pero que al mismo tiempo dependiendo de sus recursos y ubicación, busca despojarlos y expulsarlos de sus territorios.
La política agropecuaria
El Programa Sectorial Agropecuario, Pesquero y Alimentario 2013–2018, publicado en el Diario Oficial de la Federación el viernes 13 de diciembre de 2013, sintetiza las propuestas hacia el sector de la gestión presidencial de Enrique Peña Nieto, adecuadas a los lineamientos contenidos en el Plan Nacional de Desarrollo (PND) 2013–2018.
Dicho Plan plantea como estrategia “elevar la productividad para llevar a México a su máximo potencial, por lo que se orienta la actuación gubernamental en torno a cinco metas nacionales: México en Paz, México Incluyente, México con Educación de Calidad, México Próspero y México con Responsabilidad Global, incluyendo además tres estrategias transversales: Democratizar la Productividad, Gobierno Cercano y Moderno, y Perspectiva de Género, donde la “meta nacional México Incluyente constituye una prioridad transversal en todos sus programas, y tiene por objeto, entre otros, alcanzar una sociedad con equidad, cohesión social e igualdad de oportunidades”.
El gran desafío, se afirma, no solamente del campo sino de la economía nacional, es elevar la productividad, lo que implica enfrentar los obstáculos al crecimiento con una estrategia integral y teniendo claro que el objetivo es cambiar el rostro del campo con una nueva visión de productividad y seguridad alimentaria. Elevar la productividad, con modelos de asociatividad —clúster— que le den escala productiva al minifundio y permitan integrarlos a la cadena productiva.
El esquema adjunto resume la propuesta y permite ver que la misma no es nueva y que existen sectores y regiones específicas donde la integración y la asociación a partir de fortalecer cadenas de valor del agronegocio es viable pero generalizar la propuesta al conjunto del campo mexicano, donde la diversidad y la presencia campesina es predominante resulta una propuesta excluyente.
Un problema central para los productores campesinos de básicos que no solamente producen para el autoconsumo sino para la venta, es la fijación de los precios, se llamen de garantía u objetivos, pero que den cierta certeza en materia de valor de la producción. En los tiempos de liberalización y apertura y con precios a la baja en el mercado internacional, acorde a los excedentes y subsidios otorgados por los países industrializados a las producciones que controlan, cualquier producción nacional se ve desestimulada.
La visión productivista también tiene historia; fue y sigue siendo la visión dominante desde los entramados del capital y sus empresas para enfrentar los problemas económicos y sociales. La idea de producir más para lograr un mayor bienestar se ha visto confrontada a lo largo de los años, al igual que la visión que sostenía que hay que crecer para poder generar procesos redistributivos más equitativos.
En 2015 emergió desde en uno de los valles prósperos de este país, como es el valle de San Quintín, municipio de Ensenada, en Baja California, un conflicto laboral de los asalariados del campo visibilizando las condiciones de explotación a las que son sometidos miles de jornaleros indígenas y campesinos, migrantes de otras regiones del país.
Demandaron ser tratados como seres humanos y un incremento salarial significativo de los 80 o 100 pesos que recibían por largas jornadas de trabajo, donde levantan las cosechas de fresa, arándano, frambuesa, mora, tomate, pepino, chícharos, calabacitas, col de Bruselas, chile, zanahoria, brócoli y cebollines.
El tema de la explotación y el racismo emergió así desde el corazón del agronegocio. Se estima que en el valle de San Quintín hay unos 80 mil trabajadores agrícolas, de los cuales 40 mil son triquis, mixtecos y zapotecos de Oaxaca; además de indígenas de Guerrero, Veracruz y Chiapas. Según el reporte de la Red de Jornaleros Internos, en todo México hay más de dos millones de trabajadores en los campos. Un 60 por ciento de ellos son migrantes indígenas provenientes de los 10 estados más pobres del país como Guerrero, Oaxaca, Chiapas y Veracruz y la mayoría expulsados de sus regiones, al igual que los jornaleros en Estados Unidos.
Ahondando la desigualdad, los recursos y el ejercicio presupuestario
La situación del campo no mejora a pesar de que en los dos primeros años de la gestión el presupuesto se incrementó. Del análisis realizado al Programa Especial Concurrente para el Desarrollo Rural Sustentable (PEC), realizado en 2015 por la Iniciativa Valor al Campesino (www.valoralcampesino.org), donde especifica que no es un programa sino la forma en que el gobierno expone el conjunto de las políticas públicas en materia de desarrollo rural. Constituyendo un anexo técnico que aparece año con año en el Presupuesto de Egresos de la Federación (PEF), en donde se reflejan los programas y presupuesto de cada dependencia más como una suma de acciones que como un conjunto integrado de políticas.
Una de las observaciones al PEC de la Iniciativa Valor al Campesino es que cuenta con muchas acciones gubernamentales que, más que sinergias y complementariedades, provocan la pulverización de la política pública. Identificando como problemas centrales: 1) Divergencia entre el Anexo 12 del PEC y las Reglas de Operación; 2) Pulverización y baja complementariedad de la política pública; 3) La orientación social y no productiva para atender a la mayoría de los productores rurales y alta regresividad de los programas productivos; 4) Duplicidad y falta de claridad en la oferta programática institucional y 5) Inconsistencia en los padrones de beneficiarios.
Por ejemplo en la orientación de la política y al comparar los montos ejercidos de las vertientes de Competitividad y Social por entidad federativa, se encontró que en 14 de 16 entidades del norte del país los subsidios de la vertiente de Competitividad representaron más de 52por ciento del presupuesto ejercido; mientras, en el centro y sur del país los apoyos de la vertiente Social representaron 58 por cientoo más del presupuesto ejecutado, siendo que en estas regiones se encuentra el mayor número de productores y la mayoría de los ejidos y las comunidades.
Al mismo tiempo que la política pública de apoyo a la producción se encuentra altamente concentrada en muy pocos estados y en muy pocos productores. Cinco entidades del norte (Sinaloa, Chihuahua, Tamaulipas, Sonora y Jalisco), que contienen al 9 por ciento de las UP existentes en el país, concentraron 38.9 por ciento del presupuesto de la vertiente de Competitividad, 43.6 por ciento del recurso operado por la Financiera Rural y 42.6 por ciento del crédito FIRA.
1 FAO. 2011. Marco estratégico de mediano plazo de cooperación de la FAO en agricultura familiar en América Latina y el Caribe 2012 – 2015