Un Sócrates sin idealismos

La primera impresión que tuve de Sócrates (470-399 antes de nuestra era), fue a través de la lectura de Los Diálogos de Platón, cuya primera parte (Apología de Sócrates) narra detalles de su muerte, ingiriendo un veneno denominado cicuta, pues había sido condenado a muerte por corromper a la juventud y no creer en los dioses griegos.

A veces pienso que el hecho de andar cargando ese libro particularmente voluminoso, marcado con el número 13 de la editorial Porrúa, marcó mi vida en una forma especial, en un momento en el que mis percepciones estudiantiles eran particularmente inmaduras y solamente captaba la postura de su alumno Platón (427-347 antes de la era común), quien a través de descripciones verbales plasmadas en textos de comprensivo lenguaje, marcaban el perfil de un sabio con una genialidad tan absoluta, que a partir de él, los filósofos serían considerados como “Pre Socráticos” y los que siguieron después. Sócrates nunca escribió algo. Fue ágrafo. Lo que sabemos de él es a través de lo que escribieron sus seguidores.

Ahora, en un momento en el que estoy consciente de que ya viví más tiempo del que me queda por vivir, analizo esas lecturas de juventud, con una particular resistencia a someterme a cambiar, dificultando mi aprendizaje, sorprendido por mi incapacidad de recordar poemas, enfrentando la tragedia de no identificar de memoria obras musicales que en el pasado pude reconocer con unos cuantos segundos de escuchar; olvidando las páginas de los libros que con asiduidad, leí para poder aprender algo de lo que soy ahora; en medio de mi intolerancia, necedad, corajes marcados por lo absurdo y banal, paralelamente a llanto que surge de condiciones que a veces son realmente ridículas, me doy cuenta de las consecuencias del paso del tiempo en mi existencia y que gradualmente me adjudican el calificativo de “viejo”.

Quienes se van acercando a la edad provecta (más decrépita que madura), me podrán comprender. Y en estos tiempos en los que los jóvenes ya no recurren al diccionario para identificar el significado de las palabras, no revisarán lo que quiere decir “provecto” y lo dejarán pasar, aunque comprenden a la perfección textos, que incluyen términos como el “ya, wey”, “no, wey”, “en serio, wey”, “no inventes, wey”, con un largo etcétera que a los viejos nos cuesta trabajo entender, pero que no les limita en la comprensión de lo que leen en redes sociales, con videos de YouTube y hasta ese extraño medio de difusión que se denomina “TikTok”.

Regresando a Sócrates, nunca me puse a analizar el por qué había de ser condenado por corromper a la juventud y renegar de la existencia de los dioses, en un momento en el que la filosofía con libertad de pensamiento, enfrentaba cualquier forma de pensar.

Ahora, con este pensamiento lento, sin resistirme a darme cuenta de que, si despierto y no siento un dolor, me lleva inmediatamente a la preocupación, porque percibo que “algo anda mal porque precisamente siento que no hay un dolor”, me abordan pensamientos que confrontan mis ideas y me indican que debo de acercarme a los jóvenes, independientemente de que me expresen sus ideas con el “wey”, el “bay” para decir adiós; el “VRG” que reafirma conceptos y en un largo etcétera, como el “Nommmms”… A final de cuentas, yo confronté a mis padres con el ¡Qué padre está esto! “Agarra la onda,” “Órale”, el “Ya vas, Barrabás” o el “¡No te avientes del trampolín si la alberca no tiene agua!”

En la época de Sócrates, como en todas, existió la drogadicción. Los griegos consumían mandrágora, cannabis, alcohol y hasta opio. Con una naturalidad sorprendente, en la actualidad, estamos inundados de sustancias psicoactivas como café, chocolate, tabaco, alcohol y muchas más que vemos con una naturalidad sorprendente; pero son sustancias que afectan a nuestro sistema nervioso en formas inimaginables y esto les da el calificativo de drogas, por increíble que nos parezca. Ya hablar del consumo de sustancias tan poderosas que pueden ser letales, para los adultos como yo, implica visualizar una descomposición social, con un desenfreno escabroso, mientras que, para los jóvenes, se enlaza con la cotidianidad.

Volviendo a leer Los Diálogos de Platón y analizando lo que pudo haber sucedido, cuando seguidores de Sócrates, intentando salvarle la vida, le proponen escapar, después de haber sobornado a los custodios y él se niega, aceptando la pena de muerte como muestra de su convencimiento de que las leyes, en una sociedad democrática, debían de ser estrictamente seguidas, me pregunto si la filosofía platónica, en un idealismo reconocido por todos los intelectuales que analizan precisamente la historia, no llevan a cabo un análisis que erróneamente enaltece la figura socrática, cuando bajo un escrutinio que se basa solamente en el sentido común, pudo haberse dado en un proceso diametralmente opuesto a lo que nos han enseñado, mientras llego a conclusiones que hieren seguramente a los filósofos que me tacharán de ignorante, prejuicioso, indocumentado y ofensivo.

En el diálogo que tiene como título El banquete o El simposio, plantea como elemento fundamental al amor. Muestra al homosexualismo como una práctica aceptada y común, con una serie de ideas extraordinariamente interesantes y reflexivas, que van mucho más allá de la interacción sexual entre individuos del mismo sexo. Pero precisamente en este punto, me surgen las preguntas y las conclusiones que imaginariamente me conducen por caminos escabrosos que perfilan a un Sócrates totalmente distinto al que se venera.

No dudando de la genialidad de este filósofo y mucho menos en un intento de menospreciarlo, me pregunto si él no fue un pedófilo, acusado de “pervertir a la juventud” no necesariamente por cuestiones académicas, sino sexuales; es decir, que bajo ciertas condiciones creadas por una sociedad que aceptaba el consumo de drogas como la mandrágora, seducía a niños o adolescentes abusando de ellos, en una libre emancipación de culpas, rechazando principios dogmáticos creados por dioses que regulaban las conductas de la sociedad y aprovechando su condición de sabio, en la valoración preponderante de su extraordinaria inteligencia y su edad.

Como padre, el saber que mi hijo hubiese sido violado implicaría una furia que buscaría la venganza más atroz para compensar, en cualquier forma, esa terrible afrenta.

Estando en prisión y bajo la amenaza de ser literalmente linchado, yo preferiría morir ingiriendo un veneno que, siendo liquidado por un grupo socialmente ofendido, por supuesto, apegándome a las leyes y postulándome históricamente como un individuo coherente, dejando a la posteridad, una imagen que no necesariamente se ajustase a una postura de desenfrenada conducta, aprovechando la condición de sabio y respetable adulto.

El desprecio hacia los jóvenes proviniendo de los adultos es una condición propia de la naturaleza humana. Es un sentimiento de supuesta autoridad, que va generando la edad; sin embargo, dejamos de considerar que la juventud se acompaña de elementos que olvidamos a medida que pasa el tiempo. Las huellas que dejamos en la vida son tan efímeras como las que plasmamos en las arenas de las playas. Lo cierto es que resulta imprescindible que se establezca un mejor nivel de comunicación y socialización entre nuestro conglomerado social. A final de cuentas, todos podemos aprender de todos, independientemente de nuestra edad o condición.

 

 

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