La tabla periódica analizada por un filósofo

*  Traducción: Esteban Salinas Mercado

 

Roger Caillois (https://i.pinimg.com/originals/a0/21/33/a02133225e757a89a57 1f6bf2e6cc64d.jpg

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Roger Caillois fue un gran escritor, crítico y filósofo francés, cuyo trabajo tuvo mucha relevancia literaria y su opinión tenía una gran importancia en la opinión pública francesa. En uno de sus muchos textos, hace una reflexión sobre la tabla periódica vista desde el punto de vista de alguien que no estudia física o química, sino las corrientes de pensamiento que acompañan al fenómeno de periodicidad que le hemos impuesto a los elementos. En Catalyst traducimos uno de sus textos, ad hoc para reflexionar sobre la tabla periódica:

De Platón y Mendeléyev aprendí que la idea de finito y de contable era a la vez difícil de concebir y al mismo tiempo más fecunda en su rigor que aquella del infinito. Para el espíritu la idea de infinito es una solución de pereza, por no decir que una confesión de impotencia, así como lo son las nociones con apariencia de inefable, de indecible, de inexpresable, de intraducible; tantas maneras cómodas y precipitadas de abandonar la jugada. La pendiente —casi irresistible— del ensueño es lo infinito. Detenerse no es arbitrario. Existen representaciones del mundo amorfas y difusas, que a toda época y en cada cultura gobiernan los espíritus de los hombres sin que tengan conciencia de ello. Una vaga y tenaz creencia parece afianzada a este tipo de mitologías. En nuestra época científica y técnica, cada uno, de buen o mal grado, se representa el universo como infinito y continuo. Después de las galaxias siguen galaxias sin término probable. Además, este infinito externo se compone por todas partes en una íntima e inagotable multiplicidad que abunda a medida que los instrumentos la penetran. Tanto el microscopio como el telescopio observan retroceder su horizonte, en proporción directa a su potencia. No pretendo que esa imagen sea falsa. Digo que se impone independientemente de su verdad.

Aquí nos aproximamos a una paradoja fundamental. Hace 100 años, el 17 de febrero de 1869, Mende-léyev compartió con colegas con los que mantenía correspondencia, unas hojas intituladas Ensayo de un sistema de elementos a partir de su peso atómico y funciones químicas. El 6 de marzo siguiente, Nikolaï. A. Menchoutkine presentó a la Sociedad Rusa de Químicos el informe de Mendeléyev titulado Relación entre las propiedades y el peso atómico de los elementos, es decir, la tabla de elementos clasificados de acuerdo a la ley de periodicidad que lleva su nombre. Se seguían en orden ascendente de acuerdo a su masa atómica y se encontraban distribuidos verticalmente en ocho columnas y horizontalmente en seis filas donde el número de cuerpos iba en aumento. Los elementos de cada columna presentan propiedades químicas análogas, calculables y predecibles. Así, la materia no está solamente constituida por un número muy pequeño de cuerpos simples, sino que se repite, por así decirlo. Pasa por etapas con intervalos fijos homólogos. La variedad de su aspecto no es arbitraria. Estos son cuerpos que forman un sistema cíclico y ocupan casillas que se responden exactamente en cada estadio o periodo del entramado. El conjunto parece de una estricta economía y manifiesta un desarrollo a la vez regular e inevitable.

La tabla traducía una organización precisa de analogías esenciales en la cual se intentaba respetar la trama a todo precio; siendo que sostenía el interés de la nueva disposición. El científico, por preferir las simetrías y los alineamientos de su disposición, no dudó en ratificar autoridad del peso atómico de 28 elementos sobre los 13 antes catalogados. A veces fue marcada la corrección; en 1870 estimó el peso atómico del uranio entre 116 y 240, que apenas había sido estudiado. Las investigaciones ulteriores verificaron las nuevas cifras. Especialmente, él tenía que ocuparse de las lagunas vacías en las cuales no podían asignarse a ningún elemento conocido. En un importante texto complementario, publicado el 29 de noviembre de 1870 y titulado El sistema natural de los elementos y su empleo para la indicación de las propiedades de elementos no descubiertos, Mendeléyev se arriesga a describir, a lo largo de ocho páginas, las propiedades de tres cuerpos convocados a completar las casillas vacantes que seguían al boro, al silicio y al aluminio. No dudaba de la existencia de esos cuerpos; incluso los bautizó de antemano para todos sus efectos: respectivamente eka-boro, eka-silicio y eka-aluminio. Únicamente un titular desde el podio de la química, de su amigo Zinine, estimó ciertos avances como “excelentes”, igualmente encontró el texto muy agradable de leer y deseó cortésmente que Dios concediera al autor la confirmación experimental de sus vistas. De hecho, en 1875, Lecoq de Boisbaudran aisló y describió un nuevo cuerpo: el galio. Mendeléyev lo reconoció como su aka-aluminio conjetural y advirtió a Jean-Baptiste Dumas. Ciertamente, conoció la dicha que se cuenta entre las más intensas que pueden darse en un espíritu potente y desinteresado: recibir la confirmación de que ha adivinado un poco antes las leyes ocultas del mundo. No hay mayor gloria, manifiesta y secreta a la vez. Integrarse al universo entero siendo una partícula insignificante del cosmos y conseguir aprehenderlo en su rigor numérico.

Esta proclama la existencia de un universo ordenado cuyas estructuras fundamentales son contadas. Estas son en número prácticamente ínfimas. A pesar de las apariencias y la infinita variedad del universo, solo es ilusión que todo parece posible. No es nada. Ni capricho, ni fantasía, ni margen complaciente o elástico como para acoger alguna novedad imprevista: una red sin fisuras y dentada, de quincenas inexorables. Ya el estudio de las formas regulares había revelado una decidida austeridad parecida. Ya se sabe que una breve serie de cinco volúmenes agota la totalidad de los poliedros perfectos concebibles, aquellos que tienen ángulos y lados iguales. Platón postuló esa lista hace tiempo. Un simple colegial puede en todo momento verificar que está completa.

Yo no soy ni químico ni geómetra. Sin embargo, nada me ha golpeado tanto como esas lecciones de rigor propuestas como secretamente por las leyes del pensamiento y por las de la naturaleza. Estas ofenden a la evidencia, hace falta irlas a buscar. Por mi parte, he encontrado en ellas una enseñanza permanente y saludable, de otro orden que el suyo, y me inclino a pensar que cualquiera puede tomar provecho de ella. No ignoro que, con la efervescencia de la vida, así como con el libertinaje casi institucional de la imaginación y del sueño, todo se complica hasta el vértigo. Desde entonces quedé persuadido de que la unidad del universo no sufre excepción; como si todo aquello que fuera emitido de estructuras primarias discontinuas (incluso lejanamente) debiera permanecer manifiesto de alguna forma, por el efecto de ese pecado (o de esa virtud) original. El universo es, sin duda, inmenso y laberíntico. Falta que las brumas, las nubes que constantemente se evaporan y se recomponen, disimulen un mapa cuadriculado que compacte los ecos, los recuerdos, y las parcelas periódicas. El mundo no es una selva inextricable y confusa; sino un bosque de columnas, cuyas alineaciones rítmicas percuten el mismo mensaje: la preeminencia de una arquitectura resuelta sobre el estruendo general. Yo bien debo este homenaje a Mendeléyev en este centenario de sus días, donde, levantando el velo psicodélico de la diosa de Sais, se muestra que no esconde ni desorden, ni cultivo de larvas, ni elevación de savias, levaduras y delirios, sino una red de relaciones cuantificables y una embriaguez más severa.

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