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«Anfibio entre la ciencia y el arte»

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Ilustración: Diego Tomasini / El Dibrujo
Ilustración: Diego Tomasini / El Dibrujo

Hace poco tiempo hablamos en esta columna sobre la importancia del arte en la divulgación de la ciencia y de este como herramienta para comunicar conocimientos sobre temas ambientales que abonen a una práctica educativa no formal, y es que gran parte de lo que se nos es enseñado lo conceptualizamos cuando lo vemos plasmado en nuestra vida cotidiana, y que tal, si además de poder usar el conocimiento adquirido para la solución de problemas, lo vinculamos con el arte y lo damos a conocer a mucha gente, lo apreciamos de la mano de otros autores o mejor aún usamos ese arte para llegar a más personas, sin duda el arte es el medio que toca aquellas fibras que nos hacen sentir y analizar el mundo que nos rodea.

Sin temor a equivocarnos pensamos que el arte es un gran trampolín para la enseñanza de las ciencias y más cuando se trata de despertar en las personas esa sensibilidad que les permitirá hacerse preguntas e intentar resolverlas mediante la investigación. Por ello un sinfín de artistas han vinculado los conocimientos y los han plasmado en sus obras y dicho legado ha perdurado por mucho tiempo, tal es el caso de uno de nuestros artistas favoritos, quien es considerado un gran naturalista, pero es más reconocido por su obra como paisajista, que sin duda es uno de los mejores paisajistas que han existido en nuestro país, el nació en 1840 en Temazcalcingo en el Estado de México, desde muy pequeño se sintió atraído por la pintura, pero antes de llegar a ella pasó por la pérdida de su padre tras mudarse a la ciudad de México, debido a aquella pérdida se vio en la necesidad de trabajar con su tío a los 7 años de edad, haciendo nudos a rebosos que este vendía. Sin embargo, nunca abandonaría la idea de convertirse en un gran artista, su carrera prácticamente dio inicio cuando ganó su primer concurso de pintura y con ello una beca para asistir a la Academia de San Carlos y en donde además de prepararse, conocería a grandes artistas y maestros que lo guiaron en el conocimiento de materiales y luz y que le presentaron diferentes técnicas entre ellos el paisajismo siendo el italiano Eugenio Landesio, quién le enseñaría dicha técnica. Como desde niño le había interesado, asombrado y llenado de curiosidad la naturaleza que lo rodeaba se dedicó a salir a campo llevando consigo el caballete para estar en el lugar y observar aquel lugar que iba a plasmar en su obra, por ello él siempre decía que “El artista debe hacer poco y observar mucho. No pintar de memoria, sino salir al campo” de esta manera tendría un contacto constante y tan necesario con la naturaleza, la cual siempre lo arropó y regaló los mejores paisajes que sin duda el plasmó y obsequió a la humanidad, esas obras que arrebatan suspiros cuando uno esta frente a sus cuadros, se los decimos sin dudar ya que eso nos pasó querido lector, cuando vimos por primera vez un cuadro de este “Ajolote, anfibio entre la ciencia y el arte”. Así lo llamaría Octavio Paz. Y Hablando de ajolotes, el mote no fue de a gratis, ya que fue un gran defensor de la flora y la fauna de México ya que pensaba que “Los naturalistas extranjeros habían trabajado mucho para dar a conocer la naturaleza de México, y que daba pena lo que los naturalistas mexicanos hacían en ese momento”. Hablamos del siglo XIX. Con esas ideas acuestas trabajó arduamente para dar a conocer mucho más sobre la flora, trabajó con su hermano Ildefonso en una revista especializada en la flora, los minerales y algunos animales de México, como tenía el alma de un divulgador de la ciencia, pensó en que, “para impartir conocimientos, mucho ayudaría elaborar una flora universal iconográfica, con un lenguaje claro que lo comprenda un gran número de personas”. Definitivamente el personaje que hoy está visitando esta columna fue un anfibio. Un ajolote. Ya que para que el llegara a plasmar todos esos detalles en sus paisajes, detalles, que hoy en día han detonado que algunos botánicos estén interesados en la identificación de la flora representada en su obra, para conocer qué especies había en uno u otro sitio inmortalizado en esta exquisita colección y en aquellos años, pero la pregunta es, cómo lo logró, la respuesta nos la da él mismo “Yo pinto con cuidado y no me importa cuánto tiempo pasa. No me fijo en el reloj, sino en mi cuadro”. Esta idea de la perfección lo llevó a estudiar Botánica, Zoología y Minerología, con ello su interés por la naturaleza aumentaría y nos legaría una de sus obras más representativas, litografías tituladas Estudio de Ajolote láminas VII y VIII, que sirvieron por su majestuosidad, para conocer detalles sobre los ajolotes de México, hacer una tesis que pretendía hacer una defensa de estas especies ante naturalistas como Cuvier, con quien entabló acaloradas charlas por correo y finalmente llevaría a que el padre de la herpetología mexicana Alfredo Dugès, dedicara dicha especie al gran naturalista, al gran paisajista, al Anfibio entre ciencia y arte, al ajolote, al gran José María Velasco, quien en cada pincelada, en cada trazo nos recuerda que mirar a la naturaleza, asombrarnos de ella, aprender y defenderla es el mejor regalo que podemos dejar a las generaciones venideras. El paisaje es aquella postal que nos regala la naturaleza (un servicio ambiental), y nos recuerda que “el arte es indispensable para todos los países del mundo, cualquiera que sea su grado de desarrollo”.

 

 

 

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