Morir en la India

En la religión extraordinariamente ritulizada de la antigua India, el rito funerario se concebía como un acto sacrificial capaz de liberar de la muerte y conducirnos a la inmortalidad. De ahí la recurrente idea de que el ritual funerario es un “último sacrificio” (antyeshti), en el cual el sacrificante se ofrece a sí mismo como oblación de ser consumida por el fuego de la pira funeraria. Esta antiquísima cultura se ha mantenido increíblemente estable hasta nuestros días.

Existen, sin embargo, algunas excepciones a la cremación. Entre ciertas castas muy bajas se practica el entierro. También es común que los grandes yoguis sean enterrados —pues se piensa que ya no reencarnaría jamás— en una tumba que llaman samadhi (“trance”). La razón técnica es que el asceta ya llevó a cabo su propio funeral el día que optó por la renuncia al mundo (y murió como ser ritual y socialmente construido. Asimismo, en casos extraordinarios (fallecimiento en tierras lejanas, muerte infantil, de mujeres embarazadas, muertes por accidente o por epidemia) pueden utilizarse formas de inhumación. Lo que tienen todos estos decesos en común es su carácter no sacrificial. Se trata de vidas que han sido sorprendidas por una muerte prematura antes de haber dado lo que la sociedad esperaba de ellas. Ninguna de estas muertes tuvo la intención de un sacrificio.

La muerte es el estado liminal por excelencia. Cuestiona el orden establecido. De modo que toda una serie de prácticas rituales se invierten durante la ceremonia: se circunvala el fuego al revés, se coloca el cordón sagrado del fallecido sobre el hombro contrario al acostumbrado, etcétera. La idea es desorientar a las potencias demoniacas y que no puedan intervenir y afectar fatalmente el alma (preta) del fallecido. Cuando el cortejo funerario se dirige al lugar de cremación, alguien se coloca en la retaguardia de la procesión y se encarga de borrar las huellas para no dejar “rastro” alguno que los seres infernales pudieran descubrir.

Será el mayor de los hijos varones quien preferiblemente oficie la ceremonia y prenda la pira funeraria. Es aconsejable que la cremación se lleve a cabo el mismo día del fallecimiento, pues el muerto es un ser altamente impuro y polucionante. Por ello el rito es considerado de naturaleza “inauspiciosa” (ashauca).

Las únicas personas capacitadas para trabajar y enfrentarse a un evento tan polucionante son los miembros de determinadas castas de “intocables” especializadas en el ritual mortuorio. Ellos bañan, afeitan, hacen la manicura y acicalan con sándalo el cadáver. Todos los orificios corporales son tapados con manteca clarificada. El primogénito le lava los pies, realiza unas abluciones y reza a la Tierra. Al fallecido suele untársele el punto sobre la frente (tilak) y se le adorna con flores. Luego, se prende la pira.

Tras la cremación viene un periodo inauspicioso de polución para toda la familia. El periodo puede variar dependiendo de la casta o el parentesco con el difunto, pero es habitual considerarlo durante diez días. En este tiempo, ningún familiar puede acudir al templo, adorar a las deidades, rasurarse la barba o cortarse el pelo. Se evita el contacto con otras gentes, se impone la continencia, y no es raro que se realicen ayunos o se coman alimentos sin condimentar. Las ropas de luto son siempre blancas.

El mismo día de la cremación, o muy poco después, se recogen los huesos y cenizas, que se colocan en una urna y se arrojan a un río sagrado, a ser posible la madre Ganga (Ganges).