Primavera con una esquina rota

** Benedetti, Mario (1988). Primavera con una esquina rota. México: Ed. Patria

** Benedetti, Mario (1988). Primavera con
una esquina rota. México: Ed. Patria

Don rafael (Locos lindos y feos) 

 

Santiago me escribió y está bien. He aprendido a leer sus entrelíneas y por ellas sé que sigue estando cuerdo. Mi temor ha sido ese. No que delate o se afloje. Eso no. Creo que conozco a mi hijo. Mi temor ha sido que se deslice desde la cordura hacia quién sabe qué. Ya lo dijo una vez el director del Penal, no sé si el último o el penúltimo: “No nos atrevimos a liquidarlos a todos cuando tuvimos la oportunidad, y en el futuro tendremos que soltarlos. Debemos aprovechar el tiempo que nos queda para volverlos locos.” Por lo menos fue franco, ¿verdad? Franco y abyecto. Pero de algún modo esa impúdica confidencia dio la clave: es en ellos, los sabuesos, donde hay algo demencial. Son ellos los que aprovecharon el tiempo para enloquecerse. Pero no son locos lindos; son locos disformes, esperpénticos. Locos por vocación y libre elección, que es la forma más innoble de locura. Fueron becados a Fort Gulick para recibirse de dementes. Ahora bien, aunque aquel director del Penal dijo eso hace más de cinco años, yo me sigo aferrando a las únicas seis palabras aprovechables de su escalofriante programa: “En el futuro tendremos que soltarlos.” Digamos que a Santiago no se atrevieron a liquidarlo cuando tuvieron la oportunidad, pero ¿estará entre los que soltarán antes de que enloquezcan? Aspiro a que sí. Santiago ha logrado generar, o quizá descubrir en sí mismo una extraña vitalidad. Su descenso a los infiernos no lo ha incinerado. Chamuscado tal vez. Pienso que, más aún que afiliarse a una esperanza, allí lo que cuenta es aferrarse a la cordura. Y él sigue cuerdo. Toco madera. Y por si las dudas que sea sin patas: por ejemplo esta cucaracha de olivo, que además es regalo de Lydia. Sigue cuerdo porque se ha incrustado de modo voluntario en la cordura. Y está dosificando prudente y sagazmente sus odios, eso es decisivo. Los odios vivifican y estimulan sólo si es uno quien los gobierna; destruyen y desajustan cuando son ellos los que nos dominan. Sé que es difícil tener sentido común cuando se ha pasado por la humillación y el mutismo empecinado y el asco a la muerte y la alarma sin tregua y el pavor solidario y el martirio en incómodas cuotas. Tras ese itinerario, aferrarse a la cordura puede ser una forma de delirio. Sólo así puede explicarse esa machacona lealtad al equilibrio. Y también por los principios, claro. Pero hubo gentes con muchos y sólidos y declarados principios, que, sin embargo, flaquearon y después se sintieron como el culo. Gentes a las que no enjuicio, que esto quede y me quede bien claro, porque uno no sabe quién es realmente, cuán incinerable o incombustible es, hasta que no pasa por alguna hoguera. Digo sinceramente que los principios son, por supuesto, un elemento fundamental, pero sólo uno. El resto es respeto a sí mismo, fidelidad a los demás, y sobre todo mucho empecinamiento, mucha terquedad en bruto, y también, se me ocurre ahora, una progresiva, desmitificación de la muerte. Porque éste es en definitiva el argumento más contundente y taladrante que esgrimen: la posibilidad cierta, la comparecencia genuina de la muerte propia. Y sólo rebajándola ante sí mismo, sólo mutilándola de su legendaria reputación, puede el hombre ganar el forcejeo. Convencerse de que morir no es después de todo tan jodido si se muere bien, si se muere sin recelos contra uno mismo. No obstante, se me ocurre (a mí que nunca pasé por ese riesgo) que no debe ser fácil, porque en una coyuntura así uno está espantosamente solo, ni siquiera acompañado por la presencia mugrienta del techo o las paredes, ni por los rostros inmundos de quienes lo destrozan; está solo con su capucha, o más exactamente con el revés de la arpillera; sólo con su taquicardia, sus arcadas, su asfixia o su angustia sin fin. Es claro que, cuando eso acaba, cuando eso concluye y se es consciente de que se sobrevive, debe quedarle a uno un sedimento de dignidad y también un sarro permanente de rencor. Algo que nunca más se perderá, aunque el ambiguo futuro depare seguridades y confianzas y amor y paso firme. Un sarro de rencor que puede volverse endémico y hasta llegar a contaminar las seguridades y las confianzas y el amor y el paso firme, tal vez compaginados en más de un futuro individual. O sea que estos implacables, estos peritos de la sevicia, estos caníbales inesperados, estos hierofantes de la Sagrada Orden del Cepo, no sólo tienen una culpa actual, sino también una proyección, que roza el infinito, de esa culpa. No solo son responsables de cada inquina individual, o de la suma de esas inquinas, sino también de haber podrido los viejos cimientos de una sociedad entera. Cuando suplician a un hombre, lo maten o no, martirizan también (aunque no los encierren, aunque los dejen desamparados y atónitos en su casa violada) a su mujer, sus padres, sus hijos, su vida de relación. Cuando revientan a un militante (como fue el caso de Santiago) y empujan a su familia a un exilio involuntario, desgarran el tiempo, trastruecan la historia para esa rama, para ese mismo clan. Reorganizarse en el exilio no es, como tantas veces se dice, empezar a contar desde cero, sino desde menos cuatro o menos veinte o menos cien. Los implacables, los que ganaron sus galones en la crueldad militante, esos que empezaron siendo puritanos y acabaron en corruptos, esos abrieron un enorme paréntesis que seguramente se cerrará algún día, cuando ya nadie sea capaz de retomar el hilo de la antigua oración. Habrá que empezar a tejer otra, a compaginar otra en que las palabras no serán las mismas (porque también hubo lindas palabras que ellos torturaron a ajusticiaron o incluyeron en las nóminas de desaparecidos), en la que los sujetos y las preposiciones y los verbos transitivos y los complementos directos, ya no serán los mismos. Habrá cambiado la sintaxis de la sociedad todavía nonata que en ese entonces aparecerá como debilucha, anémica, vacilante, excesivamente cautelosa, pero con el tiempo irá recomponiéndose, inventando nuevas reglas y nuevas excepciones, palabras flamantes desde las ceniza.

 

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