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La muerte y el culto a los muertos

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Según relata fray Bernardino de Sahagún en su Historia General de las cosas de la Nueva España, eran tres los destinos de los hombres después de la muerte, destinos a los que se accedía de acuerdo a la forma en que se moría y a la función que se desempeñaría en la otra vida y no según la conducta que se había tenido, como sucede en la concepción judeo-cristiana, que postula la existencia de un cielo para los buenos, un infierno para los malos y un purgatorio para aquellos que al no haber cometido faltas graves pueden salvarse después de un proceso de expiación.

a) El Tlalocan:

Fray Bernardino de Sahagún, tal vez el cronista más importante en lo que se refiere a los ritos y las creencias de los indios, escribió que el Tlalocan “era un lugar de abundancia, frescura, verano perpetuo y felicidad eterna, en el cual hay muchos regocijos y refrigerios, sin pena ninguna; nunca jamás faltan las mazorcas de maíz verdes, calabazas y ramitas de bledos, ají y jitomates, frijoles verdes en vaina y flores”. Dice también el franciscano que allí vivían los dioses llamados tlaloque y que eran parecidos a los sacerdotes porque traían los cabellos largos. Y los muertos que iban al Tlalocan era aquellos que habían fallecido golpeados por el rayo o ahogados, y también los bubosos, leprosos, sarnosos, gotosos e hidrópicos. A Sahagún le parece que son enfermedades “de frío” que incluyen también el tullimiento de algún miembro o de todo el cuerpo, el envaramiento del cuello o de otra parte del cuerpo, “el encogimiento de algún miembro o el pararse yerto” (quedarse tieso, diríamos nosotros)

Los cuerpos de estos difuntos no se quemaban como era la costumbre general, sino que se enterraban poniéndoles semillas de bledos en las quijadas, sobre el rostro; además les pintaban la frente de color azul y les ponían sobre ella y en la nuca papeles pintados, los vestían también con papeles y en la mano les colocaban una vara”. (Caso: El Pueblo del Sol)

Al parecer —dice Mercedes de la Garza— en el mismo Tlalocan estaba el Chichihualcuauhco, sitio en el cual se levanta un árbol del que penden muchos senos femeninos; a él llegaban los niños que morían sin haber sido destetados, para ser alimentados por el árbol. Estos menores eran enterrados frente a la troje, lo que significaba que seguirían viviendo. (*)

b) El cielo:

Hacia la parte oriental del cielo, conocida como Tonatiuh ilhuícac, la región de Huitzilopochtli, iban las almas de los guerreros y de los que morían sacrificados para acompañar al sol desde su salida hasta el mediodía. En el cenit los relevaban en esta tarea las almas de las mujeres muertas en el parto, llamadas mocihuaquetzque. Estas mujeres no eran cremadas sino enterradas en el patio del templo de las cihuapipiltin por considerarlas mujeres valientes, mujeres guerreras que acompañaban al sol en su recorrido por el lado occidental del cielo, llamado Cihuatlampa, hasta que finalmente se ocultaba en el poniente para ir a alumbrar el mundo subterráneo de los muertos.

c) El Mictlan:

Era el reino de los muertos, a donde iban los que morían de una muerte natural. Aunque los cronistas del siglo XVI se refieren a él como el infierno, en realidad nada tiene que ver con el infierno cristiano, pues no es un lugar de castigo y sufrimiento a donde van los réprobos, simplemente —dice Alfonso Caso— es el lugar a donde van los muertos. Después de un penoso viaje de cuatro años durante el cual eran sometidos a varias pruebas mágicas, los muertos llegaban finalmente al Mictlan y se presentaban ante Mictlante-cuhtli, el “Señor del paraje de los muertos”, para entregarle los papeles que llevaban, así como manojos de teas y cañas de perfumes e hilo de algodón; una manta y un maxtli si se trataba de un hombre, o naguas y camisas si era una mujer. Las ofrendas funerarias encontradas en las excavaciones nos muestran que el muerto era debidamente equipado, de acuerdo a su categoría social, para realizar el viaje al Mictlan. Se le proveía de comida, bebida y objetos de uso personal, así como de armas o instrumentos de trabajo y alhajas, que en ocasiones constituían verdaderos tesoros. Algunos autores piensan que esta costumbre pudo tener su origen en el temor a que el muerto regrese a reclamar lo que había sido suyo. Los grandes señores eran enterrados incluso con un séquito de servidores.

En su libro, El México desconocido, Carl Lumholtz dice que los tarahumaras temen el retorno de los difuntos “creyendo que se complacen en causar daño a los vivos… [esta creencia] proviene del temor de suponer que los muertos están solos y que anhelando la compañía de sus deudos, les provocan enfermedades para que se mueran y se junten con ellos”. Durante el entierro ordenan al muerto en la forma más severa que no moleste a sus familiares. Junto al cuerpo de un niño muerto dice la madre: “¡Ahora vete!, No vuelvas más, ahora que estás muerto. No vengas de noche a buscarme el pecho, ¡vete y no vuelvas más!” El padre dice: “No vuelvas para pedirme que te lleve de la mano ni que te haga nada; ya no te conoceré. No vengas a andar por aquí, quédate por allá”. Lumholtz tuvo la oportunidad de asistir al entierro de un ahorcado. El suegro del difunto era un anciano que dijo una oración fúnebre a su yerno y terminó con estas palabras: “Aquí te dejo este tesgüino y esta comida; te dejo carne y tortillas para que comas y ya no vuelvas. Nosotros no te necesitamos… ¡No vuelvas a casa porque no te irá bien, porque te quemaremos! Adiós, vete ya, ¡no te necesitamos!”

Se le tenga temor o no al retorno de los muertos lo que aquí interesa subrayar es el retorno mismo, pues cuestiona nuestros conceptos usuales de vida y muerte, que en la cultura moderna se refieren exclusivamente a aspectos fisiológicos, objetivos, experimentales, en tanto que en las sociedades tradicionales nos remiten también a aspectos que están más allá de la naturaleza fisiológica. Decía con razón Lévi Bruhl que para el pensamiento lógico (hay diríamos Occidental) una persona está viva o muerta y no puede existir en un término medio, en cambio, para lo que él llamó la mentalidad prelógica, un ser vive de cierta manera aunque haya muerto.

Nota

(*) De la Graza, Mercedes, “Ideas nahuas y mayas sobre la muerte”, en: El cuerpo humano y su tratamiento mortuorio, Coordinado por Elsa Malvido, Grégory Pereira y Vera Tiesler, ed. INAH-CEMCA, Serie Antropología Social, Colección científica Nº 344, México, 1997, p. 25.

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