Ordenando los ingredientes del Universo

¿ Cómo se llamaba la maestra de química que tanto me hizo sufrir para aprender la tabla periódica? Ojalá recordara su nombre, así como recuerdo las tardes repitiendo “neón, argón, kriptón, xenón y radón”, mientras pedaleaba mi bicicleta en el parque cercano a casa. Cuando cursaba la escuela secundaria, y la ahora olvidada maestra de química nos hacía examen cada viernes, no existía aún el elemento 118, pero sí la hilera de los gases nobles o inertes, que yo repetía mientras avanzaba entre los árboles aplastando hojas secas con las llantas de la bici. Los gases nobles eran del grupo más fácil, creo que por eso me acuerdo de él: todos los símbolos correspondían a las primeras dos letras de sus nombres, no reaccionaban con nada y todos terminaban en “ón”. De haber existido el elemento 118, hubiera llegado hasta el oganesón —llamado así por el físico nuclear ruso Yuri Oganesián, director del instituto en Dubná, donde se sintetizó ese elemento.

p04Ahora entiendo que la idea de Mendeleev, quien propuso la tabla periódica, no era hacer sufrir a los adolescentes a repetir como pericos los grupos de la tabla, sino la de ordenar y clasificar los elementos que hasta entonces se conocían —tan sólo 63 de los actuales 118—, para poder recordarlos más fácilmente, qué ironía, por cierto. Sin embargo, él no fue el primero en proponer un orden, de hecho, en ese entonces hubo un gran debate, particularmente con Julius L. Meyer. Existieron otras propuestas con diferentes maneras de disponer los elementos, pero quizá, el gran acierto de la propuesta de Mendeleev fue dejar huecos en blanco; es decir, darse cuenta de que faltaban algunos elementos, iniciando así una gran carrera y una vehemente competencia por descubrir nuevos elementos. Esta competencia continúa hasta nuestros días. Aunque ahora más que descubrirse, se sintetizan en los grandes laboratorios del mundo.

Antes del siglo XVII, la humanidad sólo conocía 12 elementos químicos. El cobre, que se cree que fue el primero en ser descubierto y utilizado por el hombre desde el 9,000 a.C. Le siguieron el plomo, oro, plata, hierro, carbón, estaño, azufre, mercurio, zinc, arsénico y antimonio. La humanidad evolucionó durante siglos con tan sólo estos 12 elementos. Inventó la agricultura y el arado, la rueda, el papel, la imprenta, la pólvora y hasta las máquinas de vapor. Cuando el Imperio Romano de Oriente —el Imperio Bizantino— se extendió por Europa, se vivió bajo una marcada imposibilidad de cuestionar los dogmas religiosos, produciendo una larga época de oscurantismo que terminó en 1453 cuando el imperio cayó. Esto dio paso a una revolución científica, la cual duró poco menos de dos siglos —de Copérnico a Newton—, una época de gran desarrollo científico y filosófico.

Por ejemplo, el filósofo y matemático René Descartes, uno de los fundadores del empirismo, combatió activamente los prejuicios o “verdades recibidas” con un estudio constante del conocimiento humano. Pero, la Europa de los 1600’s estaba hundida en la pobreza y proliferaban las creencias esotéricas, como la astrología y la alquimia, práctica con la cual las personas trataban de convertir metales comunes en oro. Algunos de esos experimentos involucraban calentar orina o vinagre con otros materiales para formar nuevas substancias.

Henning Brand, en 1669, evaporando orina concentrada en un vacío parcial, encontró una substancia blanca, con textura de ceniza, en el fondo del recipiente. Examinó la substancia y descubrió que se inflamaba rápidamente, permitiéndole leer documentos durante la noche. Había descubierto el fósforo, el primer elemento de la era moderna. En los siguientes 200 años se descubrieron 50 nuevos elementos químicos, sumando 62. Cada vez con más elementos sobre la mesa, varios científicos se dieron a la tarea de imaginar cuál sería la mejor manera de ordenarlos y clasificarlos.

El primer intento de llevar a cabo dicha clasificación lo realizó Antoine Lavoisier en 1789, considerado hoy el padre de la química moderna. En plena Revolución Francesa, mientras el país se encontraba en un violento conflicto social y político, Lavoisier se concentraba en seguir haciendo ciencia. Ese año publicó el libro Traité Elémentaire de Chimie (Tratado elemental de la Química) en el cual introdujo el criterio de “elemento” para denominar a las substancias puras, es decir, aquellas que no pueden descomponerse en otras más sencillas. En su lista consideró los más de veinte elementos conocidos hasta ese momento, pero incluyó algunos que hoy sabemos que son compuestos, como la cal (óxido de calcio), e incluso consideró ingredientes sin materialidad alguna, como la luz y el calor (llamado en aquellos entonces, calórico). Los 33 “elementos” considerados estaban divididos según sus propiedades en: gases, metales, no metales y tierras. Con su libro, Lavoiser generó una revolución en la química ya que ahí enunció también la Ley de Conservación de la Materia, en la que expuso que ni la energía ni la materia se crean ni se destruyen. También introdujo una nomenclatura química y expuso su teoría de cómo se formaban algunos compuestos químicos, entre otros temas. Con este libro se establece la química como una disciplina científica en forma.

Tuvieron que pasar 40 años para que el alemán J. W. Döbereiner propusiera una nueva clasificación de los elementos químicos. Para entonces ya se conocían 54 y Döbereiner introdujo una clasificación por tríadas, pero eran pocos los elementos que cabían en esta clasificación y la idea no prosperó. Una vez que se calcularon las masas de los átomos que componían a cada elemento surgieron otros tipos de clasificaciones. Entre ellas estaba la espiral telúrica propuesta por el geólogo Beguyer de Chancourtois y las octavas del químico John Newlands en la que las propiedades de los elementos eran recurrentes en intervalos de ocho, al igual que en las octavas musicales.

Entonces, en 1860, Stanislao Cannizzaro estableció la importancia de utilizar las masas atómicas para caracterizar a los elementos y la necesidad de distinguir entre átomos y moléculas. Basado en esto, nueve años después, el ruso Dmitry Mendeleev presentó en la Sociedad Química Rusa de San Petersburgo la primera versión de la tabla periódica que usamos hoy en día. En ésta incluyó los 63 elementos conocidos hasta entonces, pero dejando cuatro espacios en blanco pronosticando la existencia del escandio, el galio, el germanio y el tecnecio, argumentando que “las propiedades de los elementos son función periódica de sus pesos atómicos”, es decir, cuando los elementos se estudian en orden creciente de sus pesos atómicos, la similitud de las propiedades ocurre periódicamente.

En 2019 se cumplen 150 años de que Mendeleev propusiera la forma en la que hoy organizamos los elementos químicos, mostrando que sus propiedades se repetían de forma periódica y que había “elementos faltantes”. Gracias a este ordenamiento, se han desarrollado las ciencias químico-biológicas y de la salud, así como muchísimas áreas tecnológicas que generan productos, medicamentos y un sinnúmero de satisfactores para la sociedad. Hoy conocemos 118 elementos, de los cuales 94 se encuentran en la naturaleza y los otros 24 han sido creados de manera sintética en laboratorios.

Independientemente de su procedencia, estos elementos son los bloques de los cuales todo el universo observable está constituido, incluida mi bicicleta, con la que aún sigo pedaleando en las mismas calles, pero ya sin tener que repetir en mi mente “neón, argón, kriptón, xenón y radón”, bueno, hasta ahora que celebramos a la Tabla Periódica.

 

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