La peste

Camus, Albert. (2016). La peste. México: Editores Mexicanos Unidos, S.A.Traducción: Pablo Varto / Prólogo: Raquel Castro.

Camus, Albert. (2016). La peste. México: Editores
Mexicanos Unidos, S.A.Traducción: Pablo Varto / Prólogo: Raquel
Castro.

Pues bien, ¡lo que caracterizaba al principio nuestras ceremonias era la rapidez! Todas las formalidades se simplificaban y, en general, las pompas fúnebres se suprimían. Los enfermos morían separados de sus familias y estaban prohibidos los rituales velatorios; los que morían por la tarde pasaban la noche solos y los que morían por la mañana eran enterrados de inmediato. Se avisaba a la familia, por supuesto pero, en la mayor parte de los casos, ésta no podía desplazarse porque estaba en cuarentena si tenía con ella al enfermo. En el caso en que la familia no estuviera antes con el muerto, se presentaba a la hora indicada, que era la hora de la partida para el cementerio, después de lavar el cuerpo y ponerlo en el féretro.

Supongamos que esta formalidad se llevaba a cabo en el hospital donde trabajaba el doctor Rieux. La escuela tenía una salida ubicada detrás del edificio principal. Un gran almacén que daba sobre el corredor estaba lleno de féretros. En el corredor mismo, la familia encontraba un solo féretro ya cerrado. A continuación, se pasaba a lo más importante, es decir, se hacía firmar papeles al cabeza de familia. Se cargaba inmediatamente al cuerpo en un coche que era o bien una camioneta, o bien una ambulancia modificada. Los familiares subía en uno de los taxis todavía autorizados y, a toda velocidad, los coches llegaban al cementerio por calles no tan céntricas. A la puerta, los guardias detenían el convoy, ponían un sello en el pase oficial, sin el cual era imposible obtener lo que nuestros compatriotas llamaban “un descanso final”, se apartaban y los coches iban a colocarse atrás de un terreno cuadrado donde varias fosas esperaban ser llenadas. Un cura recibía el cuerpo, pues los servicios fúnebres habían sido suprimidos en la iglesia. Se sacaba el féretro entre rezos, lo ataban, lo arrastraban y lo deslizaban: daba contra el fondo, el cura agitaba el hisopo y la primera palada de tierra retumbaba en la tapa. La ambulancia se iba para someterse a la desinfección y, mientras el sonido de las palas con tierra se iba ensordeciendo, la familia se amontonaba en el taxi. Un cuarto de hora después, los familiares ya estaban de regreso en su casa.

Así, todo pasaba a máxima rapidez y el mínimo de peligro. Y, sin duda, por lo menos al principio, es evidente que el sentimiento natural de las familias quedaba lastimado. Pero en tiempo de peste, ésas son consideraciones que no se pueden tener en cuenta: se sacrificaba todo a la eficacia. Por lo demás, si la moral de la población sufría al principio por estas prácticas, pues el deseo de ser enterrado con decencia está más extendido de lo que se cree, poco después, por suerte, el problema del abastecimiento se agravó y el interés de los habitantes derivó hacia las preocupaciones inmediatas. Absorbidas por la necesidad de hacer fila, de efectuar gestiones y llenar formalidades si querían comer, la gente ya no tuvo tiempo de pensar en la forma en que morían los otros a su alrededor ni en la que morirían ellos un día. De esta manera, esos problemas materiales que parecían un mal se convirtieron en una ventaja. Y todo iría bien si la epidemia no se extendiera como ya vimos.

Pasó que los ataúdes escasearon, faltó tela para los sudarios y lugar en el cementerio. Hubo que reflexionar. Lo más simple, siempre por razones de eficacia, fue agrupar las ceremonias y, cuando era necesario, multiplicar los viajes entre el hospital y el cementerio. Así, en lo concerniente al servicio de Rieux, el hospital disponía, en ese momento, de cinco féretros; cuando estaban llenos, la ambulancia los cargaba. En el cementerio, se vaciaban las cajas. Los cuerpos, color hierro, eran cargados en camillas y esperaban bajo un cobertizo, preparado para este fin. Los féretros se regaban con una solución antiséptica, se regresaban al hospital y la operación recomenzaba tantas veces como fuera necesario. La organización era muy buena y el prefecto estaba satisfecho. Incluso le dijo a Rieux que aquello estaba mejor que las carretas de muertos conducidas por negros, tal como se describían en las crónicas de las antiguas pestes.

 

Albert Camus nació en Argelia, que entonces era colonia francesa, en 1913. Su familia fue muy pobre y vivió de forma todavía más precaria luego de la muerte de su padre, en la Primera Guerra Mundial. Camus tuvo que trabajar al tiempo que estudiaba, pero consiguió graduarse en la Universidad de Argel con una tesis sobre filosofía. Antes de ser reconocido como un gran escritor, Camus viajó intensamente por Europa, fundó una compañía de teatro, ejerció el periodismo en Argel y París, y se unió al Partido Comunista, abandonándolo pocos años más tarde. Durante la Segunda Guerra Mundial mantuvo una activa participación política como militante de la resistencia y fundó el periódico clandestino Combat.

Considerado como uno de los más grandes filósofos, Albert Camus publicó La Peste en 1947, tragedia en cinco actos que relata la devastación de la ciudad argelina de Orán a causa de la peste en los años 40. En esta obra convergen dos de los temas recurrentes en la ideología del autor: la toma de conciencia ante lo absurdo de la existencia y el comportamiento humano frente a las situaciones límite.

Orán funciona como un símbolo dual que representa a la Francia en tiempos de la ocupación alemana y también a la existencia en la que se ve prisionero el ser humano, indefenso ante el dolor y lo limitado de su visión. La peste se convierte en una metáfora quimérica de la condición humana, presa de su destino, es una amarga y penetrante alegoría de un mundo al que sólo una catástrofe logra devolverle su humanidad. Camus se inspiró en la historia de un brote de cólera que se dio en Orán en 1849, pero también en las experiencias de su propia vida en Argelia.

Dramaturgo y ensayista le valieron el Premio Nobel de literatura en 1957, tres años antes de fallecer en un accidente automovilístico en 1960.

 

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