La revolución de un solo hombre

Asimov, Isaac. (1999). Viaje a la Ciencia. La revolución de un solo hombre. España: Tikal ediciones, pp 31

Asimov, Isaac. (1999). Viaje a la
Ciencia. La revolución de un solo hombre.
España: Tikal ediciones, pp 31

Si Albert Einstein hubiera vivido el 14 de marzo de 1979, habría celebrado su centenario. También habría visto cómo el mundo de la ciencia se ha revolucionado como resultado de su trabajo.

Einstein nació en 1879 en Alemania y no hubo indicios en su juventud de que fuera a provocar una revolución intelectual en solitario. Cuando era joven no prometía nada en particular. De hecho, fue tan lento en aprender a hablar que hubo quien creyó que podía ser retrasado. Le iba tan mal en latín y griego en el instituto que un profesor le aconsejó dejar de estudiar con estas palabras: “Usted nunca llegará a nada, Einstein”.

Logró seguir estudios superiores en Suiza —con dificultades— y consiguió graduarse —con dificultades. No podía encontrar un puesto como profesor, y en 1901, gracias a la influencia del padre de un amigo, logró un puesto como funcionario de la Oficina de Patentes de Berna, en Suiza.

Allí comenzó su trabajo, para el cual, afortunadamente, solo necesitaba lápiz, papel y un profundo conocimiento de las matemáticas.

En 1905, cuando tenía 26 años, alteró el mundo científico de su época con importantes artículos sobre tres temas diferentes.

Un artículo estudiaba el efecto fotoeléctrico, por medio del cual la luz que reciben ciertos metales estimula la emisión de electrones. En 1902 se había descubierto que la energía de los electrones emitidos no dependía de la intensidad de la luz. Una luz brillante de un tipo determinado puede provocar la emisión de un número mayor de electrones que una luz débil del mismo tipo, pero no de electrones con más energía. Esto confundía a los físicos de la época.

Einstein aplicó al problema la teoría del cuanto, desarrollada cinco años antes por Max Planck. Para explicar el modo en que los cuerpos emitían radiación a diferentes temperaturas. Planck había postulado que la energía se emitía en unidades diferenciadas, a las que llamó “cuantos”. Si la frecuencia de la luz es más alta (y más corta la longitud de onda), hay más energía en el cuanto.

La teoría del cuanto no resultaba muy persuasiva en esa época, ya que Planck parecía estar jugando con los números para que su ecuación diera resultado. Incluso el propio Planck dudaba de que el cuanto existiera realmente —hasta que Einstein adoptó el concepto.

Einstein demostró que se necesitaba un cuanto con una cierta cantidad de energía para expulsar un electrón de un metal dado. Por lo tanto la luz con una frecuencia por encima de un valor dado expulsaría electrones, y la luz con una frecuencia por debajo de ese valor no lo haría. Una luz muy débil con una frecuencia lo bastante alta expulsaría unos pocos electrones; una luz muy fuerte con una frecuencia insuficiente de electrones no expulsaría nada. Cuanto más alta fuera la frecuencia de la luz y mayor el cuanto, más energía tendrán los electrones expulsados.

Una vez que se descubrió que la teoría del cuanto era útil en una dirección totalmente inesperada, los científicos tuvieron que aceptarla. La teoría del cuanto revolucionó todos los aspectos de la física y de la química. Su aceptación marca el límite entre la “física clásica” y la “física moderna”, y Einstein tuvo tanto que ver en la demarcación de esta línea divisoria como Planck.

Por este descubrimiento, a Einstein se le otorgó el premio Nobel de Física en 1921. No obstante, el efecto fotoeléctrico no era la dirección en la que Einstein obtendría sus mejores resultados.

En su segundo artículo de 1905, Einstein elaboró un análisis matemático del movimiento browniano, observado por primera vez tres cuartos de siglo antes.  Se había descubierto que los pequeños objetos suspendidos en el agua, como los granos de polen o los pedacitos de tintura, se movían desordenadamente de un lado a otro sin motivo conocido.

Einstein sugirió que las moléculas del agua tenían un movimiento desordenado y que de vez en cuando unas moléculas golpeaban al pequeño objeto y lo enviaban hacia una dirección u otra. Einstein obtuvo una ecuación para representar este movimiento  en el cual, entre otras cosas, figuraba el tamaño de las moléculas del agua.

Los átomos y las moléculas habían formado parte del pensamiento de los químicos durante casi un siglo hasta aquel momento, pero no había evidencias de que existieran. Por lo que podía suponer un químico, eran ficciones meramente convenientes que le permitían comprender las reacciones químicas —y nada más. Algunos científicos, como F. W. Ostwald, insistían en considerar los átomos como ficciones y se esforzaban por interpretar la química sin ellos.

Pero una vez publicada, la ecuación de Einstein ofreció oportunidad de realizar una medición directa de las propiedades atómicas. Si todos los valores de la ecuación estaban determinados, excepto el tamaño de la molécula del agua, era posible calcular el tamaño de esta molécula.

En 1913, J. B. Perrin lo hizo. Calculó el tamaño de la molécula del agua. A partir de ese cálculo se pudo conocer el tamaño de otros átomos. Ostwald abandonó sus objeciones y, por primera vez, los átomos fueron conocidos universalmente como objetos reales cuya existencia no debía aceptarse sólo por fe.

También en 1905, Einstein publicó un trabajo que establecía una nueva visión del Universo, visión que reemplazaba la antigua visión de Isaac Newton, vigente sin discusión durante los últimos dos siglos y cuarto.

Según la antigua visión newtoniana, las velocidades se agregan estrictamente. Si una persona viaja en un tren que se mueve a veinte millas por hora en relación al suelo y, de pie sobre el techo, arroja una pelota hacia adelante a veinte millas por hora en relación al tren, la pelota viajará a veinte más veinte millas por hora en relación al suelo. Esto era considerado tan cierto y tan exacto como el hecho de que veinte manzanas más veinte manzanas suman cuarenta manzanas.

Einstein partió de la idea de que la velocidad medida de la luz es siempre constante, sin que importe cualquier movimiento relativo que pueda sufrir su fuente en relación con la medición individual de la luz…

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** Asimov, Isaac. (1999). Viaje a la Ciencia. La revolución de un solo hombre. España: Tikal ediciones, pp 31.